Juan Maria Vianney
Santo Cura de Ars
Del libro: Retratos de los santos de Antonio Sicari
ed. Jaca Book
Del santo cura de Ars escribió también una biografía Henri Ghéon, un poeta y dramaturgo francés, nacido hace mas de cien años. En su primer capítulo el autor dice que la vida del Santo Cura esta llena de ingenuidad y de maravillas que se estaría tentado de contarla como una fábula. Y, la fábula, escribe sería así:
“Había una vez en Francia, en la provincia de Lyón, un pequeño campesino cristiano que, desde su más tierna edad, amaba la soledad y al buen Dios. Y porque aquellos señores de París, que habían realizado la revolución, impedían a la gente de rezar, el niño y sus padres, iban a escuchar Misa en el fondo de un granero. Los sacerdotes se escondían en ese entonces y, cuando se les capturaba, se les cortaba la cabeza. Por esto Juan María Vianney soñaba con llegar a ser sacerdote, claro sí sabía rezar, pero le faltaba la educación. Cuidaba las ovejas y trabajaba los campos.
Ingresó demasiado tarde en el Seminario y tropezó en todos los exámenes. Pero las vocaciones en ese tiempo eran raras y al final, lo admitieron. Fue nombrado párroco de Ars y ahí se quedo hasta su muerte. El último párroco de Francia en el último pueblo de Francia. Pero fue enteramente un párroco y esto no sucede frecuentemente. Lo fue así completamente que el último pueblo de Francia tuvo la primera parroquia de Francia, y Francia entera se puso de viaje para ir a verle. El, convertía a todos aquellos que llegaban a él y si no hubiese muerto, habría convertido a toda Francia.
Sanaba las almas y los cuerpos. Leía en los corazones como en un libro. Y la Virgen Santa lo visitaba y el demonio la hacia desprecios, pero no lograba impedirle ser un hombre santo.
Lo promovieron como Canónigo, después Caballero de la Legión de Honor, y después fue estimado un santo, pero en vida, él nunca comprendió el porqué. Y esta es la prueba más bella del hecho que él merecía propiamente esa gloria.
Todo esto sucedía en el siglo XIX y no en el Paraíso, donde se conoce el justo valor de la gente, es llamado el siglo del Cura de Ars, pero Francia no se lo imaginaba siquiera.
Se siente en este relato la mano del artista que logra con breves trazos describir casi todo el perfil de su personaje, pero el autor se detiene y advierte que en realidad, detrás de este candor profundísimo del cual, a primera vista, no se sospecharía la intensidad. Los episodios aludidos son todos verdaderos. Aquel campesinillo de la provincia de Lyón tiene siete años cuando en París reina el Terror y vienen exiliados, bajo pena de muerte, todos los curas que no se unieron al cisma, mas allá de los miles que son masacrados. Mas bien, las tropas de la Convención atravesaron el pueblito de Dardilly, donde él vive, para ir a reprimir la insurrección de Lyón. La iglesia ha sido cerrada, el párroco antes cede a todos los juramentos que se le piden, después deja de ser sacerdote. Los Vianney de vez en cuando hospedaban, a riesgo de su vida, algún sacerdote clandestino; es en un cuarto con las puertas abiertas y protegidas por un carro de heno oportunamente colocado (mientras algunos campesinos hacen la guardia en las puertas), que el pequeño Juan María podía recibir la Primera Comunión a los trece años: Y estamos en el así dicho “segundo terror”.
La vocación le llega demasiado pronto, como él mismo dirá, “después a un encuentro que tuve con un confesor de la fe”, comprendí que llegar a ser cura significaba estar dispuesto a morir por el propio ministerio. Pero si el niño no podía frecuentar la parroquia, aún menos las escuelas, inexistentes.
La primera vez que pudo lograr sentarse sobre los bancos de la escuela tenía ya 17 años. Intentó desesperadamente de aprender, ayudado de un amigo sacerdote que creía en la vocación de aquel muchacho, pero los resultados fueron míseros. Dirá, después, el mismo Cura de Ars que el sacerdote “ha buscado por cinco o seis años de hacerme aprender algo, pero ha sido una fatiga aventada al viento, porque no pudo alcanzar a meterme nada en la cabeza”. Hay mucha humildad en esta expresión, pero hay mucho de verdadero.
Las dificultades llegaron a ser insuperables cuando se trato de enfrentar, en un seminario, los estudios de filosofía y de teología que, por demás, en ese tiempo debían de ser hechos sobre textos escritos y explicados en lengua latina. Pero el párroco de Ecuilly, muy estimado en la Diócesis, le obtiene todas las posibles facilidades (de estudios y de exámenes) logrando a obtenerlos y también la ordenación sacerdotal, tomándoselo el mismo como vicario.
Fue ordenado a los 29 años, en el 1815, año en el cual en Turín nacía Don Bosco. Pasó sus primeros años de ministerio en la escuela donde aquel santo padre que le había intensamente ayudado y educado: “tiene una culpa, dirá después Juan María Vianney, de la cual le será difícil justificarse delante de Dios: de haberme admitido a las Ordenes Sacras”.
Se necesita entender bien, Juan María lo deseaba con todo el corazón, pero se sentía profundamente indigno. Por otro lado, lo estimulaba y lo protegía, porque estaba convencido que se trataba de una óptima vocación y que la escasez de instrucción sería compensada de una particular inteligencia de fe. Y tenía razón Juan María, de parte suya, estaba convencido de haber recibido un don grandísimo e inmerecido: “Pienso, dirá, que el Señor había querido escoger el más cabeza grande de todos los párrocos para cumplir el mayor bien posible. Si hubiera encontrado uno todavía peor, lo habría puesto en mi lugar, para demostrar su gran misericordia”.
Hay en todas estas palabras todo un drama espiritual, un drama místico del cual se necesita intuir bien la profundidad. El carisma de este joven sacerdote será aquello de desaparecer de tal manera detrás de su ministerio, de ser solamente sacerdote, ministro de Dios, a un punto tal que su persona se mezclará, se confundirá enteramente con el do del sacerdocio.
El Cura de Ars llegará a ser el patrón de todos los párrocos del mundo, porque vivirá una desesperada necesidad de anularse delante al don inmerecido que ha recibido, de consumirse ejercitándolo: Y lo hará aunque penitencialmente, consumirse físicamente, en las más duras mortificaciones, su sustancia humana.
He dicho: “necesidad desesperada”, el Cura de Ars dirá de sí que no alcanzaba a entender la tentación del orgullo, pero de sentir al contrario mas aquella de la desesperación, aquella del abismo no confortable inadecuado que se colma sólo en el abandonarse totalmente en Dios.
Es importante que no comprendamos bien todas las raíces del drama, partiendo propio de algunas experiencias nuestras. Tantas veces los cristianos se sienten casi obstaculizados de la humana limitación de su sacerdote. Dicen; “no sabe predicar”, o bien “no es capaz de las relaciones humanas”, o “no es un santo”, “es también él un pecador como todos..”, “¿Porqué tengo que confesarme con él que es pero que yo...?” Y otros lamentos similares.
Pónganse junto por un momento todas las objeciones más o menos instintivas que su experiencia han probado u oído en referencia de los sacerdotes. Y bien: el aspecto más serio de estas objeciones consiste en el hecho que envían a la desnuda objetividad del ministerio: aquello que importa es solamente la acción sagrada de Dios, que a través de este hombre se cumple.
El santo Cura de Ars encarna personalmente, él de frente a sí mismo y delante de Dios, este inefable drama.
“El sacerdote, decía, de un lado, se entenderá solamente en el cielo. Si lo comprendiéramos en la tierra nos moriríamos, no de miedo pero sí de amor... Después de Dios el sacerdote es todo. ¡Dejen por veinte años una parroquia sin sacerdote y se adorarán las bestias!”.
Pero, por otro lado, añadía:
“¡Cómo es espantoso ser sacerdote! Cómo es de compadecer un sacerdote cuando dice Misa como una cosa ordinaria! ¡Como es desventurado un sacerdote sin interioridad!”.
Esto, a decir verdad, no es su problema, mas bien, cuando dice Misa parece que ve a Dios, tanto su celebración es intensa y emocionante. Pero él vive el tormento de ser párroco, de tener la responsabilidad de una parroquia y de no sentirse digno. Continuará a esperar hasta los últimos años de vida, de poder ser liberado de esta responsabilidad, para no tener que pasar directamente, como decía, “de la parroquia al tribunal de Dios”.
Y tendrá el constante temor, hasta los pocos días antes de la muerte, de poder morir sucumbiendo a la tentación de desesperarse. Por tres ocasiones buscó de huir de noche, para ir con el obispo a pedir permiso de retirarse en soledad “a llorar sus pecados”.
L última vez lo hará directamente cuando todavía es célebre en toda Francia, tres años antes de morir. Huirá de noche mientras los parroquianos, que sospechan, están despiertos, listos a detenerlo. Los más vivos colaboradores lo obstaculizarán en todos los modos pidiéndole de recitar juntos antes las oraciones de la mañana, escondiéndole el breviario, hasta que la multitud de parroquianos le obstruía la calle y llorando le pediría de quedarse:
“Señor Cura, si le hemos dado algún disgusto, dígalo, haremos todo aquello que quiera para hacerle el favor”. Se dejó reconducir a la iglesia “condenado”, en el sentido más espiritual del término, a su confesonario, diciéndose: “que no sería, si no de tantos pobres pecadores?”
Pero no huía por cansancio, huía por el temor de no ser digno. “Yo, decía, no me lamento de ser sacerdote para decir la Misa, pero no quisiera ser párroco”.
Pensaba que el nombramiento dependiese del hecho que el obispo se equivocase en el valorar sus capacidades, y que por lo tanto él era un hipócrita, porque lograba esconder su miseria. “¡Como soy desafortunado! ¡No hay ninguno sino el Monseñor que no se engañe sobre mi consideración! ¡Se necesita que yo sea bien hipócrita!”.
A decir verdad, había más de alguno que lo despreciaba. Un párroco vecino, que veía sus penitentes encaminarse hacia Ars, le escribía: “Señor cura, cuando se posee poca teología, no se debería nunca entrar en un confesonario”.
Y algún otro directamente predicaba en contra de él. Y el Cura de Ars respondía: “¡Mi querido y amadísimo hermano, cuantos motivos tengo de amarle! ¡Usted es el que me ha conocido bien!” y le pedía con insistencia de ayudarlo a obtener del obispo de ser liberado de aquel encargo en modo que “siendo sustituido en su lugar que no era digno de ocupar por motivo de mi ignorancia, pueda retirarme en un rincón y llorar sobre mi pobre vida”
Pero esta humilde y sufriente concepción de sí mismo, nótenlo bien, no depende de un carácter triste, melancólico o angustiado. Al contrario, él es un hombre vivaz, capaz al punto del humorismo. Más bien, concurren a formarla dos factores de diversa entidad. Entra indudablemente un hecho histórico-cultural: La educación que él había recibido fue muy severa, estampada en un rigorismo jansenista, muy preocupada del misterio de la predestinación y de la donación.
Un rigor que al inicio él usará también hacia sus penitentes y en las predicaciones, pero que después cederá siempre más el puesto a una exaltación vibrante y esparcido del amor de Dios. Pero hay todavía más un hecho místico.
Será él mismo a revelarlo a una penitente:
“¡Hija mía, no pidas a Dios el conocimiento completo de tu miseria, yo lo pedí una vez y la he obtenido, si Dios no me hubiera sostenido, hubiera caído inmediatamente en la desesperación!”.
Y a una colaboradora pastoral:
“Pedí a Dios de conocer la miseria. La conocí y estuve así superado que rogué de disminuir la pena que probaba. Me parecía de no poder soportarla”.
Y en otra ocasión más confió:
“Me he espantado de tal manera en conocer mi miseria que he implorado inmediatamente la gracia de olvidarla. Dios me ha escuchado, me dejó bastante lucidez de mi miseria de hacerme comprender que yo no soy bueno para nada”.
Debemos estar muy atentos. En la vida a muchos místicos se les presenta esta experiencia, una especie de “noche oscura” necesaria para participar de la pasión de Cristo y abandonarse así totalmente en las manos del Padre e impregnarse de su amor.
“Dios todo, yo nada” es la expresión también de San Agustín, de San Francisco, de Santa Catalina de Siena y también de algunos jóvenes Santos de nuestros días.
En la vida del Cura de Ars esta experiencia se liga íntimamente a aquella misión de la cual ya he hablado: llegar a ser totalmente, gloriosamente sacerdote, sin que ningún orgullo humano pueda más interferir con el poder de gracia que Dios concede a su criatura.
“El buen Dios, que no tiene necesidad de ninguno, se sirve de mí para su gran trabajo, si bien yo sea un sacerdote sin ciencia. Si hubiese tenido a mi mando otro párroco que hubiese tenido más motivos que yo para humillarse, lo habría tomado y hecho, a través de él cien veces más del bien”.
¿Pero, dentro de esta “mística muerte”, como vive el Cura de Ars? Ante todo él no era uno de los que perdiera el tiempo a lamerse las heridas (como sucede inevitablemente cuando, en lugar de una humildad sagrada, se trata solo de complejos psíquicos).
Más bien ofrece su entera humanidad al servicio de Dios. Ante todo con el conocimiento de tenerse que “sacrificar”. Todavía hoy, vemos de los instrumentos de penitencia de él usados, el recuento del estilo de vida que escoge para sí, de los ayunos practicados, de las vigilias, de la ausencia de cada por sí mínimo consuelo físico, despierta impresión.
Se duerme poquísimas horas sobre las desnudas tablas, se alimenta poquísimo mojando en una cacerola de papas hervidas que duraba para varios días, se flagelaba hasta desvanecer, lo hace sobretodo porque es párroco, por lo tanto, le toca a él pedir perdón por los pecados de sus hijos; Porque confiesa demasiado, y toca a él realizar aquella penitencia porque para los pecadores sería demasiado pesado aunque si lo merecían.
“Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia. Yo estoy dispuesto a sufrir todo aquello que Tu quieras, por toda lo que dure mi vida... para que se conviertan”.
¿Por otro parte, si él no hubiese dominado de tal manera su cuerpo y su sensibilidad, como hubiera podido resistir una vocación que lo clavará por más de veinte años a confesar, ininterrumpidamente, hasta extenuarse por 15-17 horas al día, sin poder jamás agotar la fila de los penitentes que viene de toda la Francia y pide insistentemente de ser escuchada?
En la vida de los Santos, cada particularidad, para no aparecer ambiguo, debe de ser visto teniendo en cuenta todo el diseño que Dios tiene sobre de ellos. En segundo lugar, el Cura de Ars vive con la preocupación de tener que ser, para sus fieles, el buen pastor. Ante todo educarlos. El párroco que lo ha precedido, en un informe, ha dejado escrito que la gente del lugar era tan ignorante, privada de instrucción religiosa, que la mayoría de los niños “en nada se diferencian de los animales, si no es por el Bautismo”. Y, lo mismo vale para los adultos hombres, ahora lejanos de la Iglesia o de cualquier modo que sea pasivos frecuentes, y de raro. Se les encuentra donde sea, los conoce uno por uno, los entretiene en la Iglesia con predicas que duran hasta una hora. En veces se confunde, Otras se conmueve. Y también se interrumpe e, indicando el Tabernáculo dice, con un tono que derrite: “Él está allá”.
Habla con ello al tú por tú, usando su lenguaje, sus comparaciones. Se necesita ir despacio a decirle que el Cura de Ars no fuese inteligente. Sus predicaciones revelan una vivacidad de lenguaje y de impostación desvelando estupor. He aquí como habla a sus fieles de su desganada oración, describiendo una familia-tipo:
“En casa, no piensan minimamente a recitar el ‘benedictus’ antes de comer, ni la oración de agradecimiento después, y ni siquiera el Ángelus. Admitamos que lo dicen por un viejo hábito, pero al verlos se sentirían mal: las mujeres lo recitan mientras despachan y llaman en voz alta a los hijos y a los criados, los hombres mientras dan vuelta sobre las manos el gorro o el sombrero casi por comprobar si tiene algún hoyo. Piensan en el Señor como si tuvieran la certeza que El no existe de hecho y fuera alguna cosa de risa”.
Y todavía sobre el amor de Dios:
“Nuestro Señor está sobre la tierra como una madre que lleva su hijo en los brazos. Este niño es malo, de patadas a la madre, la muerde, le araña, pero la madre no hace caso; ella sabe que si desfallece, el niño cae, no puede caminar sólo. He aquí como nuestro Señor; Él soporta todos nuestros maltratos, soporta todas nuestras arrogancias, nos perdona todas nuestras necedades, tiene piedad de nosotros a pesar de nosotros”.
Y todavía sobre el orgullo:
“He aquí por consiguiente un tal que se atormenta, se agita, que hace alboroto, que quiere dominar sobre todos, que se cree cualquier cosa, que parece querer decir al sol: ‘¡quítate de ahí, déjame iluminar al mundo en tu lugar!...’. Un día este hombre orgulloso será reducido todo a un pedazo de cenizas que será llevada de río en río... hasta la muerte”.
Esta es la cultura pastoral del Cura de Ars.
En otras ocasiones les dice:
“No vemos la hora de liberarnos del Señor como una piedrita en el zapato”.
O bien:
“EL pobre pecador es como una calabaza que la casera rompe en cuatro y la encuentra llena de gusanos”.
También:
“Los pecadores son negros como los tubos de la estufa”
Pero una cosa es hacer una lista de frases, y otra cosa es ver y sentir cómo estas frases le nacen del corazón, como le excavan el alma. El hecho es que todos salían de la iglesia diciendo: “Ningún sacerdote jamás ha hablado de Dios como nuestro Párroco”. Su mismo Obispo decía: “Se dice que el Cura de Ars no se ha instruido, yo no sé si sea verdad, pero estoy seguro que el Espíritu Santo se encarga de iluminarlo”.
Su actividad pastoral (mas allá de la construcción del asilo para niños y después el Instituto para la educación de los muchachos) toca tres aspectos de la vida parroquial que él identificó rápido como signos de la profunda descristianización de la cual la Francia de aquel tiempo venía sometida.
De un lado: el trabajo en los días de fiesta y costumbres de bestemiar, como signos surgidos de un ateismo práctico con el cual se niega de hecho aquel Dios al cual por quien se dice creer. El Cura sabe que, para sus campesinos, trabajar en fiesta quiere decir apegarse al dinero, quiere decir deshumanización del tiempo y de la vida. No por nada los señores de Paris están en intervalo tratando de abolir las fiestas y los domingos para sustituirlos con el diez, o sea un día de laico descanso cada diez, con el fin que se olvide el día del Señor y de los Santos.
Juan María Vianney no está en paz hasta que en el cuestionario de su parroquia no podrá escribir que en los días de fiesta “raramente” se trabaja y en fin cuando los extranjeros de paso no quedarán maravillados de ver tres conductores, tomando a un caballo encolerizado que tira la carga, y que todavía, no se desesperan ni bestemian. Se impresionan de tal manera que toman nota como una noticia de contar en camino.
Otra de las luchas del Santo Cura es contra las tabernas que él define “las bodegas del diablo”, “las escuelas en las cuales el infierno propone y enseña su doctrina, el lugar en el cual se venden las almas, donde las familias se destruyen, donde la salud se altera, donde inician los pleitos y donde se cometen los asesinos”.
Antes de sonreír, pensemos en un pueblo de 270 habitantes, con 40 casas, entre las cuales hay 4 hosterías, dos de las cuales pegadas a la iglesia. Pensemos en estas como el lugar alternativo a la Iglesia en los días de domingo y alternativo a las propias casas durante las largas tardes y noches. Pensemos a estas como el lugar en el cual se despacha la única droga ahora posible, el vino; donde se pierde el dinero logrado para la familia y donde, en el curso de las malas borracheras, se alimentan odios y risas.
La predicación y la intervención del Cura son así de decisivas que antes son forzadas a cerrar las dos hosterías vecinas a la iglesia y después las más apartadas. En el futuro, otros siete intentos de abrirlas de nuevo, irán al monte.
La tercera cuestión pastoral es aquella del “baile”: El Cura de Ars dice que el diablo circunda las danzas como un muro cierra un jardín, y las personas que entran “dejan su Ángel Custodio en la puerta, mientras el demonio se encarga de sustituirlo, de manera que a un cierto punto están en la sala tantos demonios cuantos bailarines”.
En la situación del tiempo, el baile campesino y las irrupciones de los bailarines de un pueblo al otro son casi el único concretísimo vehículo con el cual logran imponerse una cierta deshonestidad de actitud y de costumbres, que la familia no logra bloquear. Y por cuanto se quiera ser modernos, la impureza de los jóvenes, las infidelidades conyugales y la lujuria mimada y mimetizada por medio de ciertos bailes, no han sido jamás virtudes cristianas, ni siquiera hoy. Aunque estos vicios sociales desaparecen poco a poco casi enteramente por el amor y el respeto que la gente tiene por aquél santo Cura, que reza y hace penitencia por ellos. Pero sobretodo la acción educativa del santo Cura en el confesonario.
Hacia el 1827 se comienza a difundir su fama y santidad. Al inicio son quince o veinte peregrinos al día. En el año 1834 se cuentan treinta mil al año que llegarán, en los últimos años de su vida, de ochenta mil a cien mil. Fue necesario establecer un servicio regular diario de transporte de Lyón a Ars. Al contrario, se necesitan abril a la estación de Lyón una ventanilla especial que vendiera boletos de ida y regreso para Ars, con la duración de ocho días (boletos que en aquellos tiempos eran una excepción), dado que se necesitaba como término medio una semana para lograr confesarse.
Y comenzó así la verdadera misión del Cura de Ars: su “martirio de la confesión”. En los últimos veinte años le quedó en término medio 17 horas al día, comenzando cerca de la una o las dos de la noche en buena estación, o cerca de las cuatro en mala estación, terminando tarde.
Las únicas interrupciones eran para la celebración de la Misa, la recitación del breviario, el catecismo y cualquier minuto para un poco de alimento. En el verano la atmósfera era tan sofocante que los peregrino debían, en turno, salir afuera a respirar para poder resistir; de invierno el hielo tormentoso: “Les he preguntado como podían quedarse tantas horas así, con un tiempo tan áspero, sin tener nada para calentarse los pies”. “Amigo mío dice, el hecho que es que de Cada santo a Pascua, yo los pies no le siento de hecho”.
Pero este sacrificio de estar ahí, casi arrastrado y clavado por la gente, con cualquier tiempo y en cualquier hora, no era todavía el sufrimiento mayor. El sufrimiento era la ola de pecados de mal, que se regresaba sobre de él como un mar de lodo opresor. Todo aquello que yo sé del pecado decía lo he aprendido de ellos. Les escuchaba, leía en ellos como en un libro abierto, pero sobretodo les convertía. A menudo tenía tiempo para poquísimas palabras y en los últimos años tenía una voz casi débil que se cansaba de escucharlo. Sin embargo los penitentes salían desconcertados de su confesión. “¡Si el Señor no fuera así bueno en cambio lo es tanto! ¡Que mal les ha hecho nuestro Señor para que lo deban tratarlo en este modo!”
O bien:
“¿Porqué me han ofendido tanto? Te dirá un día nuestro Señor, y sabrás responderle”; Muy frecuentemente, sobretodo cuando se encontraba delante de pecadores raramente con conocimiento de su propio pecado y tan poco arrepentidos el Santo Cura comenzaba él a llorar. Y era una experiencia indecible aquella de verlo, con los propios ojos, un verdadero dolor, un verdadero sufrimiento, una verdadera pasión como absortos, dada “experiencia”: como si por un instante tu pudieras entrever la pena de Dios por tu mal, encarnada en la cara del sacerdote que te confiesa.
Predicando un retiro para los sacerdotes, propio sobre la plaza de Ars, en octubre pasado, Juan Pablo II les ha hablado de la necesidad de volver a dar a los fieles esta esperanza de perdón.
Ha dicho:
“Sé que ustedes encontrarán muchas dificultades: la falta de Sacerdotes y sobretodo el desamor de los fieles al Sacramento del Perdón. Dice: “¡desde hace mucho tiempo no vienen más a confesarse!” Este es el problema. ¿No esconde esto una falta de fe, una falta del sentido del pecado, del sentido de la mediación de Cristo y de la Iglesia, un desprecio hacia una práctica de la cual se han detenido solo las deformaciones ligadas a la costumbre? Notemos que su Vicario General había dicho al Cura de Ars: “No hay demasiado amor de Dios en esta Parroquia, usted lo incluirá”. Y el Santo Cura ha encontrado aún en los penitentes poco fervorosos. ¿Gracias a cual secreto los atraía al mismo tiempo creyentes y no creyentes, santos y pecadores? En realidad el Cura de Ars que era rudo en algunas predicaciones, para azotar el pecado, era como Jesús, muy misericordioso en el encuentro con cada pecador. El Abad Monnin decía de él: “es un horno de ternura y de misericordia. Ardía de la misericordia de Cristo”.
Era ya un viejo de 73 años, de largos cabellos blancos, con un cuerpo diáfano y consumido, y los ojos siempre más profundos y luminosos; en aquel verano caluroso del 1859, el 4 de agosto, murió sin agonía, sin miedo “como una lámpara que no tiene mas aceite”, “habiendo, dice un testigo, en los ojos una extraordinaria expresión de Fe y de felicidad”.
Su parroquianos, todos amontonados entorno a su pobre canónica, habían envuelto de hecho todo el edificio con diez telas que bañaban periódicamente, para que el no debiera sufrir demasiado aquel calor oprimente, al menos en aquellos últimos días.
Por diez días y por diez noches los restos mortales debieron permanecer expuestas en aquella capilla donde él había confesado tanto y los peregrinos desfilaron ininterrumpidamente a millares. Siempre en aquel discurso pronunciado a Ars hace algún mes, el Papa, parafraseando el título de un conocido novela italiana, pero en sentido opuesto, dice:
“Cristo se detuvo verdaderamente en Ars, en la época en la cual estaba el cura Juan Maria Vianney, Sí, se ha detenido y ha visto las multitudes de los hombres y de las mujeres del siglo pasado cansadas y extenuadas como ovejas sin pastor. Cristo se ha detenido aquí como el Buen Pastor. Un buen pastor, según el corazón de Dios, decía Juan María Vianney, es el más grande tesoro que Dios pueda otorgar a una parroquia, es uno de los dones más preciados de la misericordia divina”.
De todo tenemos necesidad aún estos nuestros días.